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viernes, 12 de noviembre de 2010

La naturaleza con ojos de adulto


El comienzo de una pasión

Han pasado muchas lunas desde que subí, por primera y última vez, a esta cumbre pero en mi mente se conservan, intactas, las experiencias que viví aquel día de agosto de 1963.

Me encontraba como monitor en el campamento de los Aspirantes de A.C., en Pineta. Eran las tres y media de la mañana cuando el jefe de campamento, Vicente Pérez Lafarga nos despierta. Hace frío y cuesta abandonar la colchoneta. Entonces no teníamos sacos de dormir. Una o dos mantas eran suficientes para pasar las noches pirenáicas.

No estoy de buen humor y pienso que ese sentimiento es común. Empiezo a buscar el equipo para caminar por la montaña. No recuerdo dónde dejé anoche algunas cosas. Las botas están duras por el frío reinante. Nada más salir del "circo" veo al capellán del campamento, el padre Ignacio Faci, preparando la capilla mientras nos encaminamos hacia las tiendas para despertar a los acampados. Alguna voz rompe este silencio, casi espiritual, pues ni los urogallos cantan a estas horas. Solo el Cinca murmura sus cuitas que nadie entiende aunque, a buen seguro, va lamentándose de sus sufrimientos al despeñarse por Marboré.

Me acerco a las tiendas de los acampados y abro una, despacio, cuerda por cuerda - aún no existían las de cremallera - Estos chavales van a pasar por lo mismo que hemos pasado nosotros minutos antes. Alguno se coloca las botas al revés. Se lo hago notar. No entienden nada de lo que está pasando. Cogen sus cosas tratando de ordenarlas, revuelven al fondo de la tienda buscando no se qué.

El padre Faci avisa que va a comenzar la Misa. Son las cuatro de la mañana y pronto partiremos para La Munia. Algo entonados ya, nos apiñamos en torno a la sencilla capilla de madera que preside la plaza del campamento para pedirle a Dios su protección en esta marcha, que falta nos va a hacer. Nos abrigamos todo lo que podemos. Es preciso enterrar cuanto antes este misterio de la noche. Nos hace falta ejercicio y luz.

Nos calentamos con un breve cacao hasta que alguien llama para que vayamos saliendo hacia la pista forestal que nos llevará al fondo del valle. Veo gente en todas las direcciones. Unos a la tienda a por una gorra para el sol - ¡qué ironía, a estas horas!- Otros al barracón de víveres, a por la mochila de la comida. Otro vuelve de letrinas de dejar patentes sus "últimas voluntades".

Son casi las cinco de la mañana y por el Este empiezan a perder intensidad las estrellas, abrumadas por la tenue luz de un nuevo amanecer. Aparece Vicente, pantalón corto, mochila y un pincho detrás que llamamos piolet, para asegurar cuando lleguemos a la nieve. ¡Nieve!, esta palabra suscita más de una pregunta que vamos respondiendo sin saber muy bien lo que decimos.
Todavía es noche cerrada cuando, con lento caminar, como corresponde a esta fase de calentamiento, enfilamos la pista del valle. Dos filas, una a cada lado, y los monitores, abriendo, intercalados y cerrando filas. Un silencio casi sepulcral, roto únicamente por las pisadas sobre las piedras de la pista, acompaña nuestro caminar hasta que el gracioso de turno dice la chorrada de las cinco y cuarto y el encanto desaparece.

Es cuesta arriba y caminamos bien, en orden, sin dejar huecos, ligeramente abrigados, cuando el cielo, al Este, va tornándose más claro, apagando las candelas que brillaron por la noche. Sólo queda una que llamamos Venus. Por encima del Perdido todavía es noche cerrada. Cuando camino así me pongo a pensar en algo para hacer más corto el camino y en estos momentos pienso en algún montañero que habrá dormido en "Villalatas", arriba en Marboré, con la ilusión puesta en la cima del Monte Perdido. Pienso que ha tenido suerte ya que ha sido una noche serena, aunque algo fría. El butano se le habrá helado y no podrá calentarse el desayuno. Así, pensando, llegamos al pueblecito de Espierba. Dejo de pensar y miro lo que me rodea: más de un centenar de chiquillos que aún no saben muy bien por qué están allí, caminando a las seis de la mañana para subir a una montaña, pero este amanecer no lo olvidarán jamás.

Aquí dejamos la pista para adentrarnos en un sendero que en rápidas lazadas nos dejará en el collado de Espierba. Empieza a clarear y a sobrar parte de la ropa que llevamos puesta, lo que aprovechamos para hacer una breve parada y cambiar las mochilas de espalda. Vicente, el guía, desde su posición mira la gran fila que arrastra y se muestra satisfecho. Nos ve a todos con mejor cara. En una hora todo ha cambiado. Desde la oscuridad del circo donde nos refugiábamos como seres adormilados en un apetecible calor, hasta esta frescura ambiental de mil fragancias naturales y cien tonos diferentes de color en cielos, montañas, neveros y bosques, media un abismo.

La subida al collado es fuerte y el silencio tremendo. Las fuerzas intactas y el cuerpo adaptándose al ejercicio. El Sol aparece detrás de Bielsa y ilumina la pirámide del Perdido. Vuelvo a pensar en los de "Villalatas". A estas horas estarán preparando su equipo para atacar la cumbre. ¡ojalá puedan subir!. Son las siete y media. El Sol ha tomado fuerza y no se ve ni una sola nube. Cien voces distintas y desacompasadas me vuelven a mi estado natural. Estamos en el collado mirando el desolado valle del río Real. Tan diferente del de Pineta que no parece posible este capricho de la naturaleza. Medio río cruza este árido valle para llegar a Parzán y unirse con el barranco de Barrosa.

Tras una breve parada caminaremos por sendero llano hasta llegar a Petramula. Más cambios de mochilas, unos terrones de azucar que aportan al cuerpo las calorías que va perdiendo cuando se observa algún hueco que organiza alguien que está empezando a cansarse. El guía se da cuenta y con el deseo de llegar a Petramula sin bajas, afloja algo la marcha hasta que nos volvemos a agrupar.

Son las diez y media cuando Vicente se detiene. Estamos a la orilla de un bravo torrente cruzado por un rústico puente de madera. Es Petramula o, al menos, eso nos dicen los más entendidos. Hacemos una parada para comer algo, refrescarnos y descansar. Se hace una selección de los que el paseo les ha resultado corto y dejar allí a los que no están en condiciones de seguir. Con ellos se quedan dos monitores.

Tras media hora de parada, Vicente vocea que nos vamos. Cruzamos el río en dirección norte y siguiendo el barranco del Clot, en una fuerte subida tomada en zig-zag por una ladera herbosa vamos alcanzando altura. Veo a los que se quedaron en Petramula. Estamos ya muy altos y pronto dejaremos de verlos. Enfilamos una valle superior que, tras pasar por el collado de Las Puertas, nos acerca a lo que los veteranos llamán el ibón. Se trata de los Lagos de La Munia, al pie del pico que queremos subir.

Adivinamos los lagos debajo de un circo que tenemos enfrente. ¡Ganas de llegar, ya tenemos! que diría Ricardo López. Una glera salteada de pequeños neveros hacen del caminar un auténtico suplicio. Tan pronto piedras, tan pronto nieve. Vemos a alguien realmente cansado que no puede ya ni con las botas. A buen seguro que le tocará quedarse en el lago.

En la montaña, - he descubierto hoy - no hay vencidos. Todos ganan. Todos llegan hasta donde sus fuerzas se lo permiten. Esta experiencia me cautivó, me hizo comprender la raiz del montañismo. Pero volvamos al ibón adonde hemos llegado mientras me encontraba sumergido en estos pensamientos. Nunca hubiera supuesto tal cantidad de agua a estas alturas. Me dicen que estamos a más de 2.500 metros y la nieve es la reina y señora del lugar. Debería haber sarrios pero en virtud de nuestro griterío han desaparecido como temiendo lo peor.

Arriba vemos La Munia. Parece muy alto y difícil. Es ya medio día cuando un grupito de unos quince partimos hacia la cumbre. Cada vez hay más nieve mientras me dejo llevar por las huellas que han trazado los que van en cabeza. Cada uno llevamos una mochila con ropa de abrigo y algo de comida. Algunos llevan un buen palo que se agenciaron en la subida al collado de Espierba, lo que les permitirá mantener mejor el equilibrio.

Aquí ya no existe camino trazado. Se trata de subir y subir, ganar metros, a veces algo complicados. Miro el reloj y veo las dos de la tarde. Llevamos casi nueve horas y aún nos queda, por lo menos, una más. En los pasos complicados me aconsejan los tres puntos de apoyo. Hago caso y me encuentro más seguro.

Nos empieza a faltar el aire. Por lo menos a mi me lo parece. Son las tres de la tarde cuando ya no queda nada más que subir. Estamos en la cumbre. Es indescriptible este momento. Nos miramos, nos abrazamos, queremos descansar pero no encontramos el sitio. A nuestro alrededor se extiende un mundo que parece irreal. Enfrente una pirámide que me dicen es Monte Perdido. Me guardo unos segundos para pensar en los que hoy lo han subido tras una fría noche pasada en "Villalatas".

En la lejanía los macizos de Posets y Aneto y mil cumbres más cuyos nombres desconozco. Desde su posición parecen desafiarnos con su altura. Yo recojo el reto. Pienso, en esos momentos, subirlas todas, mientras las fuerzas duren y Dios quiera.

No recuerdo el tiempo pasado en la cima ni tampoco lo que hice. En La Munia empezó todo, donde ni tiempo tuve de comer algo porque me entregué a la montaña en una íntima relación. Me dí cuenta, de pronto, que empezaban a descender. Arriba quedaba mi promesa sellada con gotas de sudor y miedo. Sentimientos humanos que allá dejaba como testimonio ante una pasión que nacía.

(Este relato ha sido extraído de: http://www.mismontes.com/relatos-de-montaña/el-comienzo-de-una-pasión/)

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